Traducido del libro en catalán “Heterodoxos europeus” (Ed. Pagès, Lleida, 2014), de Xavier Garcia, escritor, periodista y socio de MIESES Global.

Confieso de entrada que tengo una disposición admirativa hacia el doctor Ramón Margalef (Barcelona, 1919- 2004), descendiente de linaje paterno de la comarca del Priorat, del pueblo de Capçanes. Biólogo, ecólogo, catedrático universitario, investigador del Instituto de Investigaciones Pesqueras, miembro del Institut d’Estudis Catalans, conferenciante y asesor internacional, autor de textos básicos sobre ecología y premiado en multitud de ocasiones.

Le he escuchado en público y en privado, le he entrevistado otras tantas, he intentado no perderme entre sus papeles y he procurado seguir sus apariciones públicas, la última de las cuales, en octubre de 2003, cuando recibió, de manos del presidente Jordi Pujol, la Medalla de Oro de la Generalitat de Catalunya.

En sus últimos meses de vida, la salud no le permitía continuar caminando hacia la Facultad de Biología, al Departamento de Ecología donde, desde 1966, ha ejercido una actividad intensa y efectiva de investigación y docencia, como saben muy bien sus numerosos discípulos, entre los cuales los profesores Ramon Folch, Jaume Terradas, Joan Domènec Ros o Narcís Prat, este último muy activo en la defensa del Ebro y su delta.

En el país científicamente desierto de los años 50 del siglo pasado, Margalef tuvo la humorada de aspirar a dedicarse a las ciencias de la vida, cosa que fue consiguiendo desde los incipientes mecanismos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto de Investigaciones Pesqueras, donde comenzó a estudiar el plancton marino y la ecología de los organismos de agua dulce para adentrarse posteriormente en el estudio  de los problemas teóricos de la ecología general.

Todo eso ha producido una masa de literatura, oral o escrita, sencillamente impresionante, que ha servido, a estudiantes, investigadores o simples lectores, para desentrañar el complejo y a veces diabólico juego de la vida, que se mueve –como él mismo decía- “entre la termodinámica y el juego”.

Sus teorías ecológicas –la de la información sobre cómo se organiza la biosfera y la que estructura los ecosistemas naturales- han hecho fortuna en el campo internacional de estas especialidades. Ha sido repetidamente reconocido y solicitado por muchas instituciones, y su monumental libro de texto – titulado simplemente Ecología- ha sido seguido por centenares de estudiantes como guía de navegación. Su carácter apacible, anti protocolario e inevitablemente escéptico, ha continuado siendo el de aquel que se sitúa entre el optimismo de la vida y la conciencia cultural, siempre atenta a las previsibles y casi inexorables barbaridades de los humanos.

Un humano ser humano

En mi recuerdo, la figura del doctor Margalef aparece por primera vez –creo que en 1979- en el curso de unas Jornadas sobre Ecología y Teología que un grupo bien intencionado de teólogos progresistas –los equivalentes catalanes de la teología liberada sudamericana- organizó en Banyoles y a las que fui invitado en representación –supongo- de los ímpetus redentoristas de salvación ecológica que estallaban en aquellos años.

Allí ya me cautivó la forma humana de conducirse del profesor, el cual, en vez de comportarse con la fanfarria altiva que le daban sus muchos méritos, se presentó con una sencillez apabullante que dejó atónitos a todos los oyentes.

Un par de años más tarde, en 1981, fui a verle a la Universidad de Barcelona, donde ejercía de jefe del Departamento de Ecología, y allí desplegó, en una conversación memorable, toda su capacidad de decir con elocuencia las cosas más inefables, siempre bajo el paradigma según el cual “este país parece tener vocación de subdesarrollo”.

En aquel tiempo estaba al rojo vivo la polémica –quizás más semántica que substancial- entre la ecología (científica por esencia) y el ecologismo (derivado social, y después político, de las enseñanzas científicas), una cuestión que al doctor Margalef no le quitaba ni un minuto de sueño, aunque no desaprovechaba ninguna ocasión para hacer las oportunas distinciones, sobre todo al ver como la palabrita en cuestión (la Ecología) se había puesto en boca de todo el mundo y que hasta la publicidad usaba y abusaba del prefijo “eco”.

Ciencia ecológica y activismo ecologista

Eso le hacía distanciarse de ciertas posiciones “ecologistas”, que veía en general poco sustanciadas y truculentas, y siendo por oficio ecólogo ya sólo quería ser naturalista. Eso disgustaba a los sectores radicales más intransigentes, que hacían una crítica total a la opción nuclear, vista como el intento del poder de imponer un modelo social concentrado, consumista y malgastador, mientras que el profesor argumentaba, por un lado, que “la máquina es peligrosa cuando no se la sabe hacer funcionar, porque es como dar un tanque a uno que se ha pasado la vida pelando cocos”, y por el otro advertía que “las nucleares aumentan el poder del Estado y las ciudades crecen porque son la fuente del poder político, pero hay que ser consecuentes, porque cada luz que dejáis abierta –se lo digo a mis alumnos-es un voto a favor de las nucleares”.

Con todo, el doctor Margalef no rehuye difundir sus tesis ante los auditorios más diversos y, por tanto, ante los de la militancia ecologista más severa. Así fue, en 1989, en el Museu de la Ciència de Barcelona, en ocasión del I Simposi Internacional Una Sola Terra, donde el añorado ecólogo pronunció una breve disertación, a manera de presentación de la conferencia  sobre “La necesidad de una economía ecológica mundial” que el conocido científico inglés, Edward Goldsmith, iba a pronunciar.

Es conveniente leer o releer este texto de Margalef, donde hay diversas consideraciones, agradables o no a un cierto tipo de expresionismo ecologista militante, pero que en cualquier caso permiten iniciar lo que es propio de los debates intelectuales: la confrontación argumentada, en este caso, entre ciencia ecológica y activismo ecologista.

Sabiduría y filosofía

Otro pensamiento de Margalef que irritaba al redentorismo ecologista juvenil –con sus prisas para equilíbrarlo y armonizarlo todo- era que la naturaleza, con su sabiduría adaptativa y con su “pereza” evolutiva, encontraría fórmulas para corregir los desperfectos ocasionados por la falta de conciencia humana. Le exasperaban los sentimientos catastróficos y, más concretamente, los catastrofistas, y al otro lado de la balanza echaba en falta responsabilidad cultural para las pequeñas “decisiones” diarias.

Uno de los atractivos de su forma de comunicarse ha sido el de decir cosas muy graves e importantes, siempre sonriente, siempre matizando, atendiendo al cálculo de las innumerables posibilidades que presenta la diversidad vital, y siempre también con ese optimismo humano, que parece tomar ejemplo del optimismo de la geología de la tierra.

Por supuesto que diferenciaba perfectamente entre la evolución genética, lenta como los tejidos de la naturaleza, y la evolución cultural, que ha acelerado rápidamente el transporte de información y energía, siendo este factor “un mérito y un riesgo”. Según él, antes de intervenir en las cosas de la naturaleza, hemos de resolver los conflictos que tiene la humanidad, porqué los problemas de la energía y los de la contaminación pasan a través de la desigualdad.

Con esta decisiva intuición introducía, como fundamento del problema, la función de la Humanidad como especie, mientras que reservaba la misión de la ecología a la ciencia, para una humanidad que, sobre las bases de un sentido común razonable, se pudiera poner más o menos de acuerdo sobre su destino global.

Estas elaboraciones filosóficas, fruto de su mirada larga sobre el comportamiento humano y de la materia ante la vida, también chocaban, por decirlo así, con la prisa histórica de una pequeña humanidad próxima que sentía en propia piel el rasguño de la destrucción de los sistemas naturales –de los que dependía su supervivencia económica- tal como se habían conocido.

Siempre nos quedará el consuelo –y el reto- de que, como dijo en el prólogo de uno de sus libros (La Biosfera, entre la termodinámica y el juego. Ediciones Omega, 1980), “la vida es un experimento inacabado”. I dentro de este “experimento” hay un hecho que denota su capacidad auténtica de hombre de ciencia, es decir, la modestia, reserva y prudencia para aceptar con humor que, superando el método científico más refinado, la vida –con su infinita diversidad seria y jocosa- es, ciertamente, inabarcable e inacabable.

En el libro Nosotros y la ciencia (Bosch Editor, 1980), Jorge Wagensberg preguntaba a Margalef si existe o debe existir algo que sea la “esencia” de los procesos vitales, y éste le contestaba que el éxito de los mecanismos de la vida reside en la capacidad de combinar sobre grandes áreas de espacio y de tiempo lo que “ha pasado” (entendido como acumulación de información) y lo que “pasará”, en el sentido de poder predecir  la tendencia que se deriva de lo que pasó. Y daba el ejemplo, reflejado en todos los organismos vivos,  de un cerebro y un sistema nervioso que van lentamente, acumulando información, y un corazón y un flujo sanguíneo que van de prisa y lo alimentan.

Y así iba haciendo este distinguido curioso universal del Universo –de la ameba a la especie humana o de la estratosfera a un microfilm muy localizado-, hablando de cosas de hace treinta millones de años como si fuera una minucia y observando tanto la naturaleza que él se tornó como ella: paciente, perezosa y resistente.

También paciente y resistente –y quizás con un poco de pereza-, aún se sintió con fuerzas, el día de la toma de posesión de Pasqual Maragall como Presidente de la Generalitat, a finales de 2003 o principios de 2004, para asistir a esa ceremonia, en la que –según me contó mi amigo y colega Santiago Vilanova- se le vio solo y como desorientado, quizás buscando a alguien que le dijera una palabra amable, cuando hacía pocos meses, en aquel mismo Salón, había sido distinguido con la Medalla de Oro de la Generalitat.

Lo que son las cosas: ni convergentes ni socialistas supieron identificarlo. O, peor aún, si lo identificaron, no tuvieron la gentileza de acercarse a él. Sólo mi compañero Vilanova, que tuvo con Margalef algún rifi-rafe dialéctico, le saludó cordialmente para que el ilustre ecólogo supiese que algunos, en Catalunya, no le olvidábamos.